Estábamos en Berlín. Era el invierno de 2004. Con mi papá entramos a una tienda de discos más grande que las que entonces había en Bogotá. Era más grande que el Tower Records del Andino, que me encantaba, con su vendedores con chaleco amarillo, con su vendedor que se parecía a Bob Ross y al que le decían “Mufasa”. Una persona que después me amenazó de muerte –“lo voy a mandar a donde su papá”, me escribió por Facebook en un ataque de ira provocado por algo que yo había escrito– hizo un perfil sobre “Mufasa”.
La tienda en Berlín era más grande que ese Tower Records donde compré 1, de los Beatles (rojo, increíble: el disco más importante de mi vida, sin duda) y las sonatas para cello de Bach de Mischa Maisky.
(Fueron Tower Records y la Lerner de la 92 donde, en parte, me hice lector y me hice oyente de música. Esto es un poco injusto. Ya hablé antes de cómo empecé a leer por mi papá, pero, sobre todo, por mi mamá, pero no he hablado de las sobremesas en la casa de mi abuela paterna, con mi papá y mis tías hablando de gramática: de comas y de puntos y de punto y comas. De verbos, adjetivos y adverbios. Asocio la gramática con el comedor oscuro de mi abuela. Con la agriera del ajiaco y con el olor a naftalina y con la relación difícil de mi papá con esa familia de gramáticos).
Pero, antes que gramático, mi papá fue músico. Tocaba la guitarra y cantaba y tocaba el contrabajo.
Me cuentan que cargaba la guitarra en el baúl del carro, siempre pendiente de la fiesta.
En 1993 o 1994 a mi papá le hicieron un paseo millonario. Lo golpearon y lo ataron. Lo dejaron tirado en una de las salidas de Bogotá. Desde ahí le tuvo miedo a la noche y a la fiesta. Supongo que eso, y ser padre, lo enfrentó con cierta fragilidad. Pero no dejó de cantar y de tocar la guitarra. Lo hacía, a veces (un par de veces al año), con sus amigos en la casa o en alguna finca.
Me acuerdo, siempre, de estar oyéndolo oír música y radio. En los últimos años oía, sobre todo, folklor salteño y fados portugueses. Sus amigos fueron a cantarle en sus últimos días –una serenata preciosa que después continuamos con un iPod y un parlante y con listas de reproducción que todavía tengo con canciones como esta:
Pero en esa época yo no quería oír esa música. Tenía diez o doce años y quería oír rock y pop viejos. En mi casa no había CDs de música de los sesenta por un accidente generacional. No sé si mi papá alguna vez tuvo de esa música en vinilos. Me imagino que esa música sí estuvo en su casa, repartida en los cuartos de sus hermanas mayores, que sí eran contemporáneas a los Beatles, pero no en el cuarto del hijo más chiquito. Aquí está mi tía favorita, siempre medio hippie.
Creo que él nunca tuvo, y nunca tuvo que tener, música que oía con sus hermanos y que sabía, más o menos, de memoria. Pero después tuvo un hijo y tuvo que mostrarle esa música a su hijo y entonces las tiendas de discos, supongo, volvieron a ser importantes.
Por eso volvimos a comprar, juntos, discos. Primero íbamos los dos y después iba yo, y le mostraba lo que había comprado. Supongo que a él le gustaba, otra vez, volver a oír la música que había oído de niño saliendo de los cuartos de sus hermanos, pero esta vez saliendo de mi cuarto. Otra vez una puerta cerrada. Otra vez las mismas canciones.
Y entonces estábamos en Berlín. Yo tenía doce años. En la tienda de discos encontré un disco que después sería también muy importante.
En la portada hay dos hombres jóvenes que en esa época eran por lo menos diez años mayores que yo, y que parecen, hoy, por lo menos, diez años más jóvenes.
Uno de ellos, el que está a la izquierda (es decir, a la derecha de la portada del disco), tiene una mano en su nuca. Es rubio y tiene rulos. Es rubio, digo, pero no se puede estar seguro, pues la foto está en blanco y negro. El hombre de la derecha (es decir: la izquierda) tiene el pelo negro, cortado en flequillo como uno se imagina que se peluqueaban los romanos. Mira como miran los niños más inteligentes. Mira como mira García Márquez en su foto de niño:
En la portada, tiene la cara parecida a la de un niño que pasó por mi curso y que se ponía la camiseta de gimnasia dentro de la pantaloneta, y que les temía a las abejas con un temor desmedido, expresado constantemente en alaridos.
Yo ya había visto a los dos hombres del disco. Los había visto por primera vez hacía unos meses. Mi papá había cumplido cincuenta años en agosto de ese año, y un amigo le había regalado un DVD con un concierto que esos dos hombres habían hecho en el Central Park. Con Daniel Pinzón pusimos el concierto mientras los grandes estaban en la fiesta en la terraza de la casa.
Hay una foto de mi papá caminando en el Central Park por la época del concierto. Está cargando bolsas y tiene una gabardina. A la izquierda se ve el parque.
“Lo voy a mandar a donde su papá”.
Me gusta pensar que ese es el lugar donde estaría. Caminando por ahí: The Only Living Boy in New York.
Maravilloso el texto. Me encantó eso de entrelazar fotos, recuerdos, pequeños recuerdos aquí y allá todos alrededor del gusto por la música, y la relación con su papá
Gracias por esa pequeña parte de la biografía de primera mano de Manuel